
LA RESPONSABILIDAD. LO MÍO, LO TUYO Y LO QUE NO ES DE NADIE

Bienvenidos y bienvenidas al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, las psicólogas y psicólogos de PSICARA abordamos temas y curiosidades relacionadas con la Psicología.
Hay conversaciones que nos dejan con un nudo en la garganta, discusiones que se repiten sin saber muy bien el por qué, y silencios que duelen más que mil palabras. Y muchas veces, detrás de todo eso, hay algo básico pero poderoso: no tener claro qué me corresponde y qué no. En lo emocional, sobre todo, esto se puede volver confuso. ¿Hasta dónde tengo que sostener al otro? ¿Qué es cuidar y qué es cargar? De esto es de lo que os quiero hablar en esta ocasión: de la línea invisible entre lo que es mío, lo que es tuyo, y lo que nadie debería llevar solo.
Seguramente si pudiera preguntarte por qué tipo de amigo, pareja, compañera, hijo quisieras ser, la respuesta, con casi toda certeza, sería algo así como: “la mejor”. Queremos que las personas que nos rodean, especialmente las que son importantes para nosotros, estén bien, que no sufran, que no se sientan solas… Pero en ese intento de acompañar, a veces nos confundimos de rol: pasamos de estar al lado de la otra persona a intentar estar “en la otra persona”. Y ahí, créeme, empieza la confusión.
Una frase que suelo recordar(me) en algunas ocasiones es: “tus emociones son tu responsabilidad, al igual que las mías, son mías”. Y aunque suena sencillo, aplicarlo es otro cantar. Pongamos un ejemplo: tu pareja llega a casa enfadada porque ha tenido un mal día en el trabajo. En lugar de simplemente escucharla, tú empiezas a sentirte culpable por no haberle escrito antes, te sientes mal por no saber qué decir, te angustia sentir que el enfado no amaina de forma inmediata. De pronto, tú también notas estar de mal humor, y no sabes muy bien el por qué. Spoiler: estamos absorbiendo las emociones del otro como si fueran propias, sin prácticamente darnos cuenta.
Esto no significa que debamos ser de piedra, y me explico. Claro que nos afecta lo que le pasa a nuestro entorno, y así debe ser. Pero hay una diferencia enorme entre acompañar una emoción y hacerse cargo de ella. Cuando me responsabilizo de cómo se siente el otro, no solo puede que me canse, sino que además le quito la oportunidad de gestionarse, de crecer con ello, de aprender de su emoción. Y esto aplica a todas las relaciones: amistades, familia, compañeros de trabajo… Si tú estás triste y yo me convierto en “tu payaso personal” para sacarte una sonrisa, quizá consigas reírte, sí, pero no te estoy acompañando realmente en tu tristeza. Solo estoy intentando que desaparezca para yo sentirme mejor, ¿se ve?
También pasa algo curioso, y bastante común, en lo que a las relaciones se refiere. A veces, la emoción del otro despierta en mí otra emoción que se le superpone, la tapa, la desactiva. Por ejemplo, tú estás enfadada y yo me enfado porque tú estás enfadada. Y así, tu emoción inicial desaparece del centro y, puede que al final, todo gire en torno a la mía. Sin quererlo, la invalido. Muy probablemente te preguntes: ¿qué hacemos entonces? Simplemente parar, darnos cuenta. Tal vez pueda estar bien mencionar algo así como: “Siento que tu enfado me hace sentir incómoda, pero estoy aquí, y quiero escucharte”. O simplemente, darnos unos minutos y volver luego, con menos necesidad de protegernos y más disposición a escuchar, comprender. Porque cuando cada emoción encuentra su lugar, la conversación deja de ser un combate y se convierte en un puente.
Llegados hasta aquí, tal vez te lo imagines ya, pero quiero remarcar explícitamente la importancia para nuestra propia gestión emocional de saber poner estos límites internos. Aceptar que puedo estar a tu lado sin tener que salvarte, que puedo escucharte sin necesidad de encontrar la solución, que puedo querer que estés bien sin asumir la misión de hacerte feliz. Porque, por si necesitas oírlo: no eres responsable de la felicidad de nadie. Ni de sus enfados, ni de sus heridas, ni de sus inseguridades. Puedes acompañar, puedes cuidar, puedes sostener un ratito, pero no puedes cargar con ello.
Ahora bien, también hay una parte incómoda aquí: lo que sí es nuestra responsabilidad. Por ejemplo, si yo digo algo que te duele, es mi responsabilidad revisar qué dije, cómo lo dije, y si había algo dañino en mis palabras. No me puedo lavar las manos diciendo “tus emociones son tuyas” si yo fui la que tiró la piedra. La diferencia está en que no soy responsable de que tú sientas tristeza (porque eso es tuyo), pero sí soy responsable si hice algo que la provocó. Y si es así, toca hacerse cargo, pedir perdón y reparar si se puede.
Por supuesto, yo misma soy responsable de poner límites cuando algo me hace daño. No puedo esperar que los demás adivinen mis necesidades o que cambien si yo no lo expreso. Así que sí, poner límites, comunicar, revisarme, gestionar mis emociones… eso sí es cosa mía. Lo que el otro haga con eso, ya no.
Muchas veces encontrar esta claridad cuesta, sobre todo si venimos de familias o entornos donde nos enseñaron que amar era sacrificarse, salvar al otro, callar lo que uno siente. Pero el amor no es eso. Amor es saber decir “esto me duele”, “esto no lo puedo sostener por ti”, “esto no me corresponde”. Amor también es confiar en que el otro puede con lo suyo, igual que tú puedes con lo tuyo.
En definitiva, lo tuyo es tuyo, lo mío es mío, y hay cosas que no son de nadie, o que compartimos por un ratito. Y cuando digo esto último, me refiero a esas experiencias emocionales o situaciones que no pueden adjudicarse a una sola persona como «culpable» o «responsable», y que surgen de la dinámica en sí misma, del vínculo, del contexto. Por ejemplo, una discusión que se da por un malentendido: no es solo tu culpa ni solo mía, sino algo que emergió en la interacción; la tristeza compartida por una pérdida que nos afecta a los dos: no es mi tristeza ni tuya exclusivamente, sino una emoción compartida que nos atraviesa; o el desgaste que aparece en una relación sin que haya un motivo claro o una acción concreta que lo provoque: simplemente está ahí, como parte de lo que sucede cuando dos personas caminan juntas un tiempo.
Decir que “no son de nadie” también es una forma de evitar el reparto de culpas innecesarias. No todo tiene un «culpable». A veces, las emociones o los conflictos son más grandes que una sola persona y lo más sano es abordarlos como algo que simplemente está presente, que se puede mirar, conversar y cuidar, sin cargarlo a una mochila personal.
E, insisto, la clave está en aprender a diferenciar lo tuyo, lo mío y lo de nadie. Porque en esa claridad, aunque a veces duela, hay mucho alivio. Y también “mucho amor del bueno”.
En ese arte de soltar lo que no es mío, y cuidar lo que sí, se dibuja el amor más libre: ese que no aprieta, no arrastra, pero sí se queda.
Carla Barros, Psicóloga de PSICARA