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USAR Y TIRAR

Bienvenidos y bienvenidas al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, las psicólogas y psicólogos de PSICARA abordamos temas y curiosidades relacionadas con la Psicología.


El otro día mi abuela me contaba sorprendida una conversación que había tenido con su nieto pequeño. Iban de camino a casa y, tras refrescar un poco, ella le prestó la chaquetilla que llevaba, contándole los casi 20 años que tenía la prenda y el buen estado en el que se encontraba, a lo que su nieto, con total incomprensión y asombro, le respondió “pero abuela, ¿por qué no la tiras y te compras otra?”.

En el artículo de hoy damos paso a la reflexión sobre uno de los fenómenos que, incesantemente, se acrecienta en nuestra sociedad: la cultura de «usar y tirar».

El constante cambio que acecha a la sociedad es evidente, una de las formas más representativas de apreciarlo se descubre al poner en perspectiva las distintas generaciones. La diferencia que encontramos entre nuestros abuelos y los más jóvenes es abismal, por no hablar de épocas que se remontan a más de cuatro o cinco generaciones. Ahora bien, vayamos al foco de este artículo, ¿cuál es uno de los cambios más notables? ¿cómo nos está afectando? En las siguientes líneas analizaremos cómo la cultura de «usar y tirar» influye y se ve reflejada en nuestras vidas.


Volviendo al relato inicial, podemos comprobar cómo hace no tantos años la conducta humana era diferente. Las cosas viejas no se tiraban, se arreglaban y seguían siendo de utilidad durante otros tantos años. Y en su mayoría, no se trata de que lo antiguo fuese de mayor calidad (que en ocasiones también), sino que las personas lo trataban con mayor aprecio y cuidado. Si surgía algún problema, se buscaba la opción adecuada para solucionarlo, no lo daban por acabado.


Si volvemos y aterrizamos en la vida moderna, la realidad no tiene símil alguno. Perseguimos lo inmediato, necesitamos resultados rápidos. Queremos que todo sea más grande, más estimulante, más rápido. Sólo hay que ver los restaurantes de comida rápida, abundan por doquier; el internet de 1 giga ha quedado en la edad de piedra, ya ni siquiera 20 gigas son suficientes, ahora queremos 200. Ya no estamos dispuestos a esperar el ciclo completo de un cultivo, aceleramos su producción, y así aumentamos su rentabilidad, recurriendo a numerosos fertilizantes químicos. Sobran ejemplos como estos para detectar el cambio producido en la sociedad.


Vivimos en una cultura de «usar y tirar» donde primamos la inmediatez y la comodidad. Ya no nos molestamos en reparar las cosas, ¿para qué?, con lo fácil que es tirarlas y comprar otra nueva. Abunda lo desechable, lo automático, lo exprés. Y lo más preocupante ya no es el consumo material que hacemos de las cosas, sino que también se lo aplicamos a nuestro estilo de vida, a la filosofía de ver las cosas, a nuestras relaciones personales, así como a nuestro cuerpo y su salud.


Tan sólo hay que echar la vista hacia nuestros abuelos para comprobar las variaciones de las que hablamos, la diferente concepción de la pareja y el transcurso de la misma, las transformaciones en el estilo de vida o algo tan simple como el uso del atuendo.


Si nos centramos en cómo este fenómeno se ve desde el ámbito interpersonal nos podemos encontrar con uno de los conceptos recientemente sonados, el «amor líquido». Un término utilizado para hacer referencia a la fragilidad de los vínculos sentimentales.


Es esperable en una sociedad como la actual donde la información, la disponibilidad y la facilidad de consumo en que nos encontramos sobrepasa unos límites desbordantes, que las personas den más valor a las experiencias inmediatas, a la “libertad sin ningún tipo de ataduras” como frecuentemente escucho o, traducido a mi comprensión, a la conducta humana sin ningún tipo de compromiso ni responsabilidad, una pendiente que no estamos motivados a asumir. Nos solemos quedar con el consumo puntual y poco responsable, y la satisfacción inmediata de las necesidades (tanto corporales como mentales y emocionales).


Al disminuir el nivel de consciencia y valor que depositamos en las acciones, las cosas se vuelven vacías, banales. Y todo pierde el sentido, ese vacío existencial del que en otras ocasiones ya he hablado y que no hace falta andar muy lejos para encontrarlo. Una infinita carrera, donde siempre buscas más y más, pero nunca consigues llegar a la meta, pues se trata de una ilusión inalcanzable que te lleva lejos del camino de la satisfacción y plenitud. Una trampa que nos mantiene atrapados en una constante insatisfacción o insuficiencia a todos niveles.


Como el arte japonés Kintsukuroi nos enseña al reparar lo dañado con adornos de oro. Cuando algo sufre daño, merece ser reparado. En lugar de ocultar su defectos y grietas, se acentúan aún más con oro y plata, haciéndolo todavía más hermoso. De esta forma se convierte en prueba de una historia, de una experiencia, de algo frágil pero también resistente, con capacidad de recuperarse y hacerse todavía más fuerte.


Así que quizás es un buen momento para sentarse con los mayores, escuchar, aprender y absorber una de las lecciones que tienen para ofrecernos, el valor de reparar lo roto, para convertirlo en algo más valioso.



Un periodista preguntó a una pareja de ancianos, ¿cómo se las arreglan para estar juntos 65 años? La señora anciana contestó «Nacimos en un tiempo en que si algo se rompía, se arreglaba, no se tiraba a la basura».



Realizado por Beatriz Gonzalvo Iranzo, psicóloga de PSICARA

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