LO QUE APRENDIMOS (O NO) EN LA INFANCIA. Regulación Emocional y Trauma Relacional
- PSICARA
- 7 may
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Actualizado: 8 may
Bienvenidos y bienvenidas al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, las psicólogas y psicólogos de PSICARA abordamos temas y curiosidades relacionadas con la Psicología. Hoy abrimos la puerta a la reflexión sobre las dificultades que podemos encontrar en nuestra regulación emocional y la posible relación con nuestra historia vital.
Seguramente te habrás preguntado por qué hay personas que parecen manejar sus emociones con naturalidad y eficacia, mientras que otras encuentran numerosas dificultades para sostener y gestionar todo lo que a nivel emocional concierne (desde sentirse desbordadas con facilidad hasta bloquear sus emociones casi sin darse cuenta). La respuesta, en la mayoría de los casos, no está en la fuerza de voluntad ni en una supuesta “debilidad” de la persona, sino en algo mucho más complejo y profundo: la forma en la que aprendimos (o no) a regular nuestras emociones desde pequeños, es decir, la forma en la que nuestro sistema emocional fue moldeado por las experiencias tempranas, principalmente por nuestros cuidadores.
Hay quienes integran y normalizan desde la infancia que está bien sentir, que las emociones se pueden expresar y que siempre habrá alguien para calmarnos si así lo necesitamos. Hay otras personas que no tuvieron esa suerte. En muchos casos, no es que no queramos gestionar lo que sentimos, es que nadie nos enseñó cómo hacerlo (o, por lo menos, de forma adecuada y funcional para nosotros), seguramente porque ellos tampoco sabían. Es entonces cuando esas experiencias tempranas nos dejan una huella invisible que podemos percibir en forma de trauma relacional o dificultades en nuestra regulación emocional, entre otros.
La capacidad de regularnos y calmarnos, de manejar lo que sentimos sin bloquearnos ni desbordarnos, no es algo que simplemente “viene con uno”, como si formara parte del pack innato. Es una habilidad que se comienza a aprender en los primeros años de vida, en relación con quiénes y cómo nos cuidan. Cuando ese entorno no fue seguro, predecible o disponible emocionalmente lo más esperable es que nos encontremos con dificultades para regular las emociones (entre otras cosas). Pero no todo está perdido, por supuesto que aún estamos a tiempo de construir y restaurar esa capacidad, para eso estamos aquí, dando voz y comprensión a una realidad mucho más común de lo que podemos imaginar.
Vayamos por partes. Cuando hablamos de regulación emocional la podemos entender como la capacidad de reconocer, identificar y comprender lo que sentimos, así como poder expresarlo y regularlo de una manera funcional y eficaz. No significa “controlar” las emociones (como si fueran un enemigo al que tenemos que atar, reprimir y liquidar cuanto antes), sino saber acompañarlas sin que nos arrastren. Pero esta habilidad no nace con nosotros, se aprende. Es en el vínculo con nuestras figuras de apego principalmente donde se comienza a aprender a regular nuestras emociones. Cuando somos bebés no podemos calmarnos solos, evidentemente (o no) necesitamos que alguien nos coja en brazos, nos mire con ternura y nos mande palabras de seguridad y amor. Nuestro sistema nervioso necesita el de otro ser humano para encontrar equilibrio. Ese contacto repetido, sensible y disponible va creando una base interna de seguridad y de autorregulación futura. Es a través de esa experiencia como poco a poco el cerebro aprende un mensaje clave: “lo que siento no es peligroso, puedo sentirlo, puedo calmarme, no estoy solo”.
Pero, ¿qué pasa si no tuvimos esa experiencia? Muchas personas crecieron con adultos que no sabían cómo acompañar emocionalmente. Es posible que recibieran mensajes como “no llores”, “no es para tanto” o incluso les ignoraban cuando se sentían mal (con la típica expresión: “ya se le pasará”). A veces, quienes necesitaban que le cuidaran también estaban desbordados o atravesaban sus propias vivencias traumáticas. Si ese adulto no estuvo disponible, si fue fuente de miedo en lugar de refugio o si respondía de forma errática, lo más esperable es que, en lugar de aprender a sentir y regular, se aprendiese a evitar, anestesiar, explotar o encerrarse. Aprendieron a desconectarse de sus emociones para salir adelante. Es una estrategia adaptativa, no un fallo. El cuerpo y la mente hicieron lo que pudieron para sobrevivir. Y esto también son heridas traumáticas (no sólo el que deja una cicatriz visible), dejando una marca profunda en la forma en que nos relacionamos con nosotros mismos (y, por ende, con los demás).
Hasta este punto podemos llegar a entendernos un poco más, comprender el origen de nuestras posibles dificultades y dar algo más de sentido a lo que nos ocurre. Pero ahora necesitamos pasar a la segunda parte, porque sí, aunque no resulte sencillo de primeras, es posible desarrollar nuevas formas de convivir con nuestras emociones. A veces el proceso implica desaprender lo que creímos que era “normal” (no sentir, no necesitar, no molestar). De hecho, tengo una buena noticia para darte: los vínculos seguros que desarrollemos en nuestra adultez pueden reconstruir. Una relación terapéutica de calidad, una amistad consciente y sana o una pareja empática y segura pueden ofrecernos lo que nos faltó: una mirada que no juzga, un espacio seguro y una presencia constante. Y desde ese lugar poder restablecerse. Porque la regulación emocional no es sólo una técnica, es un vínculo.
Si te cuesta gestionar lo que sientes, si reaccionas “de más” o “de menos”, no es porque te falte fuerza, sino porque te faltó sostén. No estás roto ni tienes ninguna tara interna de por vida. Estás cargado con estrategias antiguas que una vez te ayudaron a sobrevivir.
Y eso, con paciencia, trabajo, cuidado y buenos vínculos, puede transformarse.
Beatriz Gonzalvo Iranzo, psicóloga de PSICARA.